Bienvenida a la clase media,
obreros también entre nosotros,
nobles de aires despectivos
acechando el oro de la pobreza.
Marcada por una época de riqueza,
disfruta el mundo con la música
de quien fuera Bach, don Diego Velázquez,
maestro pintor, y algo de vino a la añeja.
En San Pedro del Vaticano espera
esa hermosa estructura, divina,
que muchos adoran como
el símbolo de la arquitectura suculenta.
De calle en calle tu melena,
por las paredes aprecia tu perfume
el que desea ser enamorado,
el que anhela ser de tu tierra.
Un beso en cada ventana abierta,
una mirada pícara, suerte del erotismo,
malvada y coqueta, con el ajetreo
de esa falda roja que te baila serena.
Ciudad de ríos, ríos de estrella,
una cesta en tus manos,
las manos del encanto, del terruño
que me hizo conquista en toda letra.
Cuando exento de mi copa trémula
me destierro de mi goce por otro,
nunca mis ojos se frotaron tanto
como el paño contra una mesa vieja.
Poema andante, tus pies de doncella,
clásica, romántica, en las volandas del destino,
feliz entre gentes ancianas y jóvenes,
entre ellas una mirada, la mía eterna.
Inmóvil cual escultura llena de inocencia,
así permanecí observando cómo un ángel
podía caminar entre estos humanos perdidos,
y yo uno de ellos, el Infierno me recela.
La veo ir a un teatro, la Gran Orquesta
se oye de fondo; oídos de experto,
la persigo como quien persigue
un cazador a su única presa.
Antes de cruzar la puerta,
un calor de verso me corroe,
me imagino ese verano con usted
tomados del brazo como Romeo y Julieta.
Luego, usted en primera fila, tan bella,
y yo espía de su vida,
oculto entre espalda y espalda,
desprecia su cabello detrás de la oreja.
Deje que lo haga yo, me merezca
ese placer, oh, por favor,
y la lujuria me podría jugar mal,
pero no la turbaré con mi desaliñada presencia.
¡Y quién fueras tú, quién es ella!
Ah, virtud desmesurada, es usted
la musa de este pueblo,
la mujer que me late con expresiva fuerza.
Aplaudes como el gentío de la escena,
la función aún sigue su trayecto,
y yo, hombre ya enamorado,
la retrato y escribo cual obra maestra.
No deje de aplaudir, mi mujer, mi diosa sea,
y tras ese cartel del año viejo,
la fe de tu elegancia, tu vestido,
siglo del Barroco, te amo en este 1630.
Año perfecto, aquí te entrego entera
lo único que poseo: mi alma,
una que desde siempre tuvo propiedad,
y tú eres su legendaria dueña.
Usted, un diamante, que sin la herramienta
que manejen mis manos
por no tener la adecuada herrería,
no le importará si la forjo con un poema.
Te despides de la función, se aleja,
usted, mi amada; por mendigo voy
tras su encuentro, bien acicalado
y con nervios de mariposa sin su néctar.
Y chocas conmigo, recojo tu cesta…
¡Bendito sea Dios!, ojos del Caos,
nunca había contemplado
tal mujer con tamaña belleza.
Manos rústicas, cuello de princesa,
senos de la febril elegancia,
que de ellos me colgaría
por este precipicio que me lleva.
Piernas untadas con aceite de delicadeza,
pilares que ofrecen beso al tabú,
y el olor de tu conocimiento
hace de ti la sonrisa más perfecta.
Que Venus te rinda culto, envidia vuestra
que hasta toda fémina la amaría
aunque su sexo sea por un hombre,
y no por lo que tengo delante: una intocable reina.
Por libro en blanco queda,
usted deje que le escriba mi historia,
mis problemas, mis enfermedades, mis delirios…
toda mi vida mancillada en su piel de seda.
Suspire, resuelle, ¡cante como el coro de la Iglesia!,
cuando muestra que me ama,
su gentil suavidad desaparece,
y me devora como una bestia.
¡Adiós a su engalonada cesta!,
la llueve al desafinado suelo,
y usted se abalanza a lo que Cupido nos hizo:
unir a dos tontos en este cruel planeta.
Así usted me ame aunque el Fin de la Era
nos alcance de inmediato, nos hechice,
nos adopte como los Juicios del Cielo,
o como niños jugando a los besos de fresa.
Así lleguéis a desearme cual bandera
que ondee en nuestro cosmos, busto ancestral,
en el origen de todo hombre y mujer,
usted es mi dama, y yo su pasional poeta.
© 2019 Elías Enrique Viqueira Lasprilla (Eterno).
España.